Nostalgia de la Cruz de Malta
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Dicen las asociaciones de exhibidores que la puntilla al celuloide fueron a dársela la alta definición y el moderno 3D, posibles únicamente mediante un soporte digital. Pero no hay duda de que fue el viento de la historia. El cine en tres dimensiones ya existía, como poco, desde Los crímenes del museo de cera (André de Toth, 1953). En cualquier caso, desde mucho antes de la eclosión que, en efecto, conoció con Avatar (James Cameron, 2009).
Cierto, fue ese viento de la historia, siempre en contra de los ya rudimentarios procedimientos analógicos, lo que acabó por poner fin a ese celuloide cuya simple alusión sintetizaba al cine en general. Ya no se proyectan películas mediante este viejo soporte ni en la Filmoteca -alabado sea por siempre su nombre-. Aquel primer nitrato de celulosa, que por ser altamente inflamable fue sustituido en 1950 por el acetato de celulosa -ininflamable- del safety film, ya sólo es un objeto de culto cinéfilo. De hecho, las películas, a decir verdad, ya no lo son. Ahora, en puridad, son un archivo.
Los nuevos usos se han hecho notar especialmente en las cabinas de proyección. Es un recuerdo toda esa parafernalia de las latas, las bobinas, las bobinadoras y el filme de 35 mm, que también lo fue de 70, 120 mm. y el resto de esos grandes formatos de pantalla de antaño, que tanto disfrutamos en aquellas esplendidas salas de proyección, casi palacios, de la antigua cartelera. La nostalgia de esa liturgia olvidada de las proyecciones de otrora, a mi entender, se remonta a En el curso del tiempo (1976), la inolvidable cinta de Wim Wenders que, al cabo de los años, despunta -junto a Alicia en las ciudades (1974), El amigo americano (1977) y acaso El cielo sobre Berlín (1987)- como una de sus obras maestras.
Esa nostalgia del celuloide puede enmarcarse entre dos coordenadas. Una lleva a los cinéfilos más abnegados, los que trabajan en silencio para las filmotecas, a escanear fotograma a fotograma todas aquellas cintas pretéritas, remotas, de las que sólo ha llegado hasta nosotros una copia positiva. La otra es la simpleza del sentimiento fácil de todos los que hablan del amor al cine como podrían decir que "fútbol es fútbol" o cualquier otra frase hecha y vacía de un jaez idéntico. Algo muy parecido, esto último, a eso de aquellos otros que comienzan a aplaudirse emocionados, cuando la audiencia les aplaude a ellos, en el convencimiento de que unirse a la murga en el aplauso es un gesto que les hace más populares.
Definido por Daniel Domínguez de forma meridiana como "una road movie por el ocaso del cine", el filme de Wenders, que también puede entenderse como un travelín de tres horas hacia lo que para un cinéfilo es lo más importante del mundo: una proyección cinematográfica, en mi baremo sería el equivalente a esos escaneos abnegados, fotograma a fotograma. Frente a ella, Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988) resulta tan simple y superficial como han de ser todas las cosas populares. Junto a El marido de la peluquera (Patrice Leconte, 1990) y El cartero y Pablo Neruda (Michael Radford, 1994) una de las películas más sensibleras de su tiempo. Valga una comparación como muestra de ese sentimiento fácil de Cinema Paradiso que tanto me carga. Alfredo (Philippe Noiret), el proyeccionista de Tornatore, pierde la vista en uno de esos incendios que se declaraban tan a menudo en las cabinas de proyección con anterioridad al safety film. ¿Puede haber algo más pretendidamente conmovedor que cegar a quien vive de sus ojos? Frente a eso, Bruno Winter (Rüdiger Vogler), el proyeccionista de En el curso del tiempo, nos enseñó a cuántos admirábamos a Wenders en aquellas primeras películas suyas, programadas en los cines Alphaville, que por Cruz de Malta -así llamada por su parecido a la cruz de los templarios-, se conocía al mecanismo de arrastre que permitía el movimiento intermitente de los proyectores.
"¿Qué habrá sido de la Cruz de Malta?", me pregunto con frecuencia de un tiempo a esta parte. Utilizarán algún tipo de obturador esos modernos proyectores digitales Sony 4K, cuyos procedimientos se me escapan. No así los de antaño, los de la Cruz de Malta, que llegué a cargar con frecuencia hace treinta y tantos años, cuando era auxiliar de montaje, para las proyecciones del trabajo diario. Ni siquiera sé si la persistencia retiniana, que llevó la magia del universo entero a los veinticuatro fotogramas por segundo a los que discurría la película, tendrá algo que ver con estas proyecciones digitales.
Sí tengo claro, sin embargo, que la textura de las grabaciones analógicas de televisión -como aquellas en las que guardo un millar de películas- y, en menor medida, incluso las digitales simples, pierden densidad y definición en los monitores HD. Vaya por delante que escribo esto cuando acabo de acostumbrarme a dicha textura con la misma indolencia que admito que he vuelto del primer viaje en el que no he tomado ninguna fotografía en blanco y negro o que me vengo autorretratando con insistencia en los últimos meses para ir haciéndome a mis trazas de anciano. Me consuelo pensando que ahora la pantalla es más grande y me doy por satisfecho considerando que mi paraíso perdido son esos grandes formatos de proyección de antaño.
Publicado el 15 de abril de 2015 a las 15:30.